3.1. LAS CAUSAS DE LA VIOLENCIA
Para que
los intentos de prevenir la violencia sean eficaces
conviene tener en cuenta que sus causas son múltiples
y complejas . Y que es preciso analizarlas en términos
de la interacción entre los individuos y los
contextos en los que se produce, a distintos niveles;
incluyendo, por ejemplo, la relación que establecen
en cada uno de los escenarios en los que se desarrollan,
las relaciones entre dichos escenarios, la influencia
que sobre ellos ejercen otros sistemas sociales, y el
conjunto de creencias y valores de la sociedad de la
que los niveles anteriores son manifestaciones concretas.
Cuando se analiza cada caso violento desde esta perspectiva,
suelen encontrarse múltiples condiciones de riesgo
de violencia y escasas o nulas condiciones protectoras
en cada nivel. Entre las condiciones de riesgo detectadas
en los estudios científicos, y que suelen verse
reflejadas en la mayoría de los casos de violencia
escolar divulgados en los últimos años
por los medios de comunicación, cabe destacar:
la exclusión social o el sentimiento de exclusión,
la ausencia de límites, la exposición
a la violencia a través de los medios de comunicación,
la integración en bandas identificadas con la
violencia, la facilidad para disponer de armas y la
justificación de la violencia en la sociedad
en la que se producen. Y faltan condiciones que hubieran
podido proteger de dichos riesgos; como: modelos sociales
positivos y solidarios, colaboración entre la
familia y la escuela, contextos de ocio y grupos de
pertenencia constructivos, o adultos disponibles y atentos
para ayudar. En este apartado van a analizarse, desde
una perspectiva ecológica, algunos de los resultados
obtenidos al estudiar los distintos contextos en los
que transcurre la vida durante la infancia y la adolescencia,
con el objetivo de conocer las condiciones de riesgo
de violencia y las condiciones que protegen de este
problema.
La perspectiva
más adecuada para conceptualizar la complejidad
de las causas ambientales que incrementan o reducen
el riesgo de que surja la violencia es la planteada
desde el enfoque ecológico, (Bronfenbrenner,
1979; Belsky, 1980), y su diferenciación en cuatro
niveles : 1) el microsistema, o contexto inmediato en
que se encuentra una persona, como por ejemplo la escuela
o la familia; 2) el mesosistema, o conjunto de contextos
en los que se desenvuelve (la comunicación entre
la familia y la escuela, situada dentro de este nivel,
representa una condición protectora contra el
deterioro producido por numerosas condiciones de riesgo
de violencia); 3) el exosistema, estructuras sociales
que no contienen en sí mismas a las personas
pero que influyen en los entornos específicos
que sí las contienen, como la televisión
o la facilidad para acceder a las armas; 4) y el macrosistema,
conjunto de esquemas y valores culturales del cual los
niveles anteriores son manifestaciones concretas.
El microsistema familiar
Una gran
parte de la violencia que existe en nuestra sociedad
tiene su origen en la violencia familiar. La intervención
a través de la familia es especialmente importante
porque a través de ella se adquieren los primeros
esquemas y modelos en torno a los cuales se estructuran
las relaciones sociales y se desarrollan las expectativas
básicas sobre lo que se puede esperar de uno
mismo y de los demás, esquemas que tienen una
gran influencia en el resto de las relaciones que se
establecen.
La mayoría
de los niños y adolescentes han encontrado en
el contexto familiar que les rodea condiciones que les
han permitido desarrollar una visión positiva
de sí mismos y de los demás, necesaria
para: aproximarse al mundo con confianza, afrontar las
dificultades de forma positiva y con eficacia, obtener
la ayuda de los demás o proporcionársela;
condiciones que les protegen de la violencia. En determinadas
situaciones, sin embargo, especialmente cuando los niños
están expuestos a la violencia, pueden aprender
a ver el mundo como si solo existieran dos papeles:
agresor y agredido, percepción que puede llevarles
a legitimar la violencia al considerarla como la única
alternativa a la victimización. Esta forma de
percibir la realidad suele deteriorar la mayor parte
de las relaciones que se establecen, reproduciendo en
ellas la violencia sufrida en la infancia.
Los estudios
sobre las características de los adultos que
viven en familias en las que se produce la violencia
reflejan que con frecuencia su propia familia de origen
también fue violenta. Existe suficiente evidencia
que permite considerar a las experiencias infantiles
de maltrato como una condición de riesgo, que
aumenta la probabilidad de problemas en las relaciones
posteriores, incluyendo en este sentido las que se establecen
con los propios hijos y con la pareja. Conviene dejar
muy claro, sin embargo, que la transmisión del
maltrato no es algo inevitable. La mayoría de
las personas que fueron maltratadas en su infancia (alrededor
del 67%) no reproducen dicho problema con sus hijos
(Kauffman y Zigler, 1989). Y el maltrato en la vida
adulta se produce también en personas que no
fueron maltratadas en su infancia.
Cómo romper el ciclo
de la violencia
Los estudios
realizados, en este sentido, encuentran que los adultos
que fueron maltratados en su infancia que no reproducen
el problema con sus hijos difieren de los que sí
lo hacen por una serie de características que
pueden, por tanto, ser desarrolladas para romper el
ciclo de la violencia (Egeland, Jacobiz y Sroufe, 1988;
Kauffman y Zigler, 1989):
1) El establecimiento
de vínculos afectivos no violentos, que proporcionen
experiencias positivas acerca de uno mismo y de los
demás. Una especial importancia parecen tener,
en este sentido: 1) una relación afectiva segura
(no violenta) con uno de los padres; 2) una relación
afectiva estable y satisfactoria durante la edad adulta
(con una pareja no violenta); 3) y una relación
terapéutica eficaz (Díaz-Aguado, Dir.,
2001).
2) La conceptualización
de las experiencias de maltrato sufridas como tales,
reconociendo su inadecuación y expresando a otra(s)
personas las emociones que suscitaron. Cuando, por el
contrario, dichas experiencias se justifican conceptualizándolas
como disciplina el riesgo de reproducirlas aumenta.
3) El compromiso
explícito de no reproducir con los propios hijos
lo sufrido en la infancia.
4) Y el
desarrollo de habilidades que permitan afrontar el estrés
con eficacia, resolver los conflictos sociales de forma
no violenta y educar adecuadamente a los hijos.
El riesgo
de la transmisión varía también,
como veremos más adelante, en función
de la interacción que se establece en la familia
y entre ésta y el resto de la sociedad.
Violencia y deterioro de la vida
familiar
Existe actualmente
un creciente consenso en conceptualizar el maltrato
de los niños por sus padres como el deterioro
extremo de las relaciones que se producen en el contexto
familiar. Y puede definirse como: "el tratamiento
extremadamente inadecuado que los adultos encargados
de cuidar al niño le proporcionan y que representa
un grave obstáculo para su desarrollo".
El maltrato
contribuye a deteriorar aún más la interacción
familiar al: 1) disminuir la posibilidad de establecer
relaciones positivas; 2) repetirse crónicamente
y hacerse con ello más grave; 3) y extenderse
a las diversas relaciones que en el sistema familiar
se producen (Burgess y Conger, 1978).
Suele darse
una estrecha asociación entre la utilización
de la violencia con los niños y su uso entre
los adultos que con ellos conviven. Los estudios realizados,
en este sentido, encuentran que más del 40% de
los padres que maltratan a sus hijos tienen relaciones
violentas entre sí (Strauss et al., 1980). Los
estudios realizados sobre mujeres maltratadas reconocen
que vivir dichas situaciones genera en los niños
problemas similares a los que produce el hecho de ser
maltratados directamente (Emery, 1989).
Existe actualmente
un gran consenso en aceptar que la probabilidad de la
violencia aumenta cuando el nivel de estrés que
experimentan los padres es superior a su capacidad para
afrontarlo (Strauss y Kantor, 1987).
Una importante
fuente de estrés familiar procede, sin lugar
a duda, de las condiciones extremas de pobreza y de
las dificultades que de ella suelen derivarse en la
vivienda familiar (condiciones higiénicas, falta
de espacio, temperaturas extremas...). En función
de lo cual puede explicarse por qué dichas condiciones
extremas son una condición de riesgo psico-social
para las personas que en ellas se encuentran, incluyendo
en este sentido el riesgo de violencia (Wolfe, 1988).
Conviene tener en cuenta que la pobreza no produce por
sí sola la violencia, sino que aumenta su probabilidad.
En otras palabras, que la mayoría de las familias
que atraviesan por dificultades económicas graves
no son violentas; y que la violencia se produce en todas
las clases sociales.
De lo anteriormente
expuesto se deduce que una de las actuaciones necesarias
para eliminar la violencia familiar es mejorar las condiciones
de vida de las familias que atraviesan por graves dificultades
económicas.
El microsistema escolar
Los estudios
realizados en los últimos años sobre la
violencia escolar (a la que se ha denominado con el
término inglés bullying, derivado
de bull, matón) reflejan que dicha violencia:
1) suele incluir conductas de diversa naturaleza (burlas,
amenazas, intimidaciones, agresiones físicas,
aislamiento sistemático, insultos); 2) tiende
a originar problemas que se repiten y prolongan durante
cierto tiempo; 3) suele estar provocada por un alumno
(el matón), apoyado generalmente en un grupo,
contra una víctima que se encuentra indefensa,
que no puede por sí misma salir de esta situación;
4) y se mantiene debido a la ignorancia o pasividad
de las personas que rodean a los agresores y a las víctimas
sin intervenir directamente.
Los estudios realizados
sobre el bullying en la escuela reflejan que
éste se produce con una frecuencia bastante superior
a lo que cabría temer. Parece que a lo largo
de su vida escolar todos los alumnos podrían
verse dañados por este problema, como observadores
pasivos, víctimas o agresores.
Y es que
como sucede con las otras formas de violencia, la intimidación
y victimización que se produce en la escuela
puede dañar a todas las personas que con ella
conviven:
1)
En la víctima produce miedo y rechazo
al contexto en el que se sufre la violencia, pérdida
de confianza en uno mismo y en los demás, así
como diversas dificultades que pueden derivarse de estos
problemas (disminución del rendimiento, baja
autoestima...).
2) En
el agresor aumentan los problemas que le llevaron
a abusar de su fuerza: disminuye su capacidad de comprensión
moral así como su capacidad para la empatía,
el principal motor de la competencia socio-emocional,
y refuerza un estilo violento de interacción
que representa un grave problema para su propio desarrollo,
obstaculizando el establecimiento de relaciones positivas
con el entorno que le rodea.
3) En
las personas que no participan directamente de la violencia
pero que conviven con ella sin hacer nada para evitarla
puede producir, aunque en menor grado, problemas parecidos
a los que se dan en la víctima o en el agresor
(miedo a poder ser víctima de una agresión
similar, reducción de la empatía...);
y contribuyen a que aumente la falta de sensibilidad,
la apatía y la insolidaridad respecto a los problemas
de los demás, características que aumentan
el riesgo de que sean en el futuro protagonistas directos
de la violencia.
4) En
el contexto institucional en el que se produce,
la violencia reduce la calidad de la vida de las personas,
dificulta el logro de la mayoría de sus objetivos
(aprendizaje, calidad del trabajo...) y hace que aumenten
los problemas y tensiones que la provocaron, activando
una escalada de graves consecuencias.
Para prevenir
o detener la violencia que a veces se produce en la
escuela es preciso:
a) Adoptar
un estilo no violento para expresar las tensiones
y resolver los conflictos que puedan surgir.
b) Desarrollar
una cultura de la no violencia, rechazando explícitamente
cualquier comportamiento que provoque la intimidación
y la victimización.
c) Romper
la "conspiración del silencio"
que suele establecerse en torno a la violencia,
en la que tanto las víctimas como los observadores
pasivos parecen aliarse con los agresores al no denunciar
situaciones de naturaleza destructiva, que si no se
interrumpen activamente desde un principio tienden a
ser cada vez más graves.
Apenas se
han realizado investigaciones sobre qué condiciones
incrementan el riesgo de que surja la violencia en las
relaciones que se establecen entre profesores y alumnos,
pero los escasos estudios existentes sugieren la posibilidad
de extrapolar la mayoría de los resultados obtenidos,
en este sentido, en contextos familiares; según
los cuales, el riesgo de violencia se incrementaría,
por ejemplo, con: la falta de habilidades sociales (de
comunicación y de resolución de conflictos),
el estrés y la justificación de la violencia.
Antecedentes de los escolares que
ejercen o sufren la violencia en la escuela
Los estudios
realizados en las dos últimas décadas
sobre la violencia entre escolares (Defensor del Pueblo,
2000; Olweus, 1993; Ortega y Angulo, 1998; Pellegrini,
Bartini y Brooks, 1999; Salmivalli et al, 1996), reflejan
que ésta se produce con una frecuencia superior
a lo que cabría temer. En dichos estudios se
observa, también, que tener amigos y ser aceptado
por los compañeros constituyen factores protectores
de dicha violencia.
Entre los
escolares que son víctimas de la violencia de
sus compañeros suelen diferenciarse dos situaciones:
1) la víctima típica o pasiva; 2) y la
víctima activa.
· La víctima típica,
o víctima pasiva se caracteriza por :
1) Una situación social
de aislamiento (con frecuencia no tiene ni un solo
amigo entre los compañeros); detectado tanto
a través de las pruebas sociométricas,
que se incluyen en el apartado
1.8, como a través de la observación
(en el recreo o cuando los propios alumnos eligen
con quién llevar a cabo una actividad); en
relación a lo cual cabe considerar su escasa
asertividad y dificultad de comunicación,
así como su baja popularidad, que según
algunos estudios llega a ser incluso inferior a
la de los agresores. Para explicarlo, conviene tener
en cuenta que la falta de amigos puede originar
el inicio de la victimización, y que ésta
puede hacer que disminuya aún más
la popularidad de quién la sufre.
2) Una conducta muy pasiva, miedo
ante la violencia y manifestación de vulnerabilidad
(de no poder defenderse ante la intimidación),
alta ansiedad (a veces incluso miedo al contacto
físico y a la actividad deportiva), inseguridad
y baja autoestima; características que cabe
relacionar con la tendencia observada en algunas
investigaciones en las víctimas pasivas a
culpabilizarse de su situación y a negarla,
debido probablemente a que la consideran más
vergonzosa de lo que consideran su situación
los agresores (que a veces parecen estar orgullosos
de serlo).
3) Cierta orientación a los
adultos, que cabe relacionar con el hecho observado
en algunos estudios entre las víctimas pasivas
de haber sido y/o estar siendo sobreprotegidas en
su familia.
4) La conducta de las víctimas
pasivas coincide con algunos de los problemas asociados
al estereotipo femenino, en relación a lo
cual es preciso interpretar el hecho de que dicha
situación sea sufrida por igual por los chicos
(que probablemente serán más estigmatizados
por dichas características) y por las chicas
(entre las que las características son más
frecuentes pero menos estigmatizadoras). La asociación
de dichas características con conductas infantiles
permite explicar, por otra parte, por qué
las víctimas pasivas disminuyen con la edad.
· La víctima activa
. En la mayoría de los estudios realizados sobre
este tema se menciona la necesidad de diferenciar distintos
tipos de víctimas, incluyendo como la segunda
situación de victimización (menos frecuente
y clara que la anterior), la de los escolares que se
caracterizan por:
1) Una situación social
de aislamiento y fuerte impopularidad, llegando
a encontrarse entre los alumnos más rechazados
por sus compañeros (más que los agresores
y las víctimas pasivas); situación
que podría estar en el origen de su selección
como víctimas, aunque, como en el caso de
las anteriores, también podría agravarse
con la victimización.
2) Una tendencia excesiva e impulsiva
a actuar, a intervenir sin llegar a elegir la conducta
que puede resultar más adecuada a cada situación,
con problemas de concentración, disponibilidad
a emplear conductas agresivas, irritantes, provocadoras.
A veces, las víctimas activas mezclan dicho
papel con el de agresores.
3) Un rendimiento y un pronóstico
a largo plazo peores, en ambos casos, al de las
víctimas pasivas.
4) Los escolares que son víctimas
activas agresivas en la relación con sus
compañeros parecen haber tenido desde su
primera infancia un trato familiar más hostil,
abusivo y coercitivo, que los otros escolares.
5) Esta situación es más frecuente
entre los chicos que entre las chicas. No disminuye
de forma significativa con la edad. Y en ella pueden
encontrarse con mucha frecuencia los escolares hiperactivos.
· Los agresores. Se
caracterizan por:
1) Una situación social
negativa, siendo incluso rechazados por una parte
importante de sus compañeros, pero están
menos aislados que las víctimas, y tienen
algunos amigos, que les siguen en su conducta violenta.
2) Una acentuada tendencia a la violencia,
a dominar a los demás, al abuso de su fuerza
(suelen ser físicamente más fuertes
que los demás). Son bastante impulsivos,
con escasas habilidades sociales, baja tolerancia
a la frustración, dificultad para cumplir
normas, relaciones negativas con los adultos y bajo
rendimiento; problemas que se incrementan con la
edad.
3) Su capacidad de autocrítica
suele ser nula; en relación a lo cual cabe
considerar el hecho observado en varias investigaciones,
al intentar evaluar la autoestima de los agresores,
y encontrarla media o incluso alta.
4) Entre los principales antecedentes
familiares de los escolares que se convierten en
agresores típicos suelen destacarse: la ausencia
de una relación afectiva cálida y
segura por parte de los padres, y especialmente
por parte de la madre, que manifiesta actitudes
negativas y/o escasa disponibilidad para atender
al niño; y fuertes dificultades para enseñarle
a respetar límites, combinando la permisividad
ante conductas antisociales con el frecuente empleo
de métodos coercitivos autoritarios, utilizando
en muchos casos el castigo físico.
5) La situación de agresor es mucho más
frecuente entre los chicos que entre las chicas,
y suele mantenerse muy estable, o incrementarse
a lo largo del tiempo; especialmente en la preadolescencia.
6) Aunque el grupo de agresores es menos heterogéneo
que el de víctimas, la mayoría de
las investigaciones diferencian entre los agresores
activos, los que inician la agresión y la
dirigen, de los agresores pasivos, que les siguen,
les refuerzan y les animan; y que parecen caracterizarse
por problemas similares a los anteriormente mencionados
pero en menor grado.
Para prevenir
las situaciones de victimización y agresión,
o ayudar a salir de ellas, conviene prestar una especial
atención a su detección: 1) erradicando
las situaciones de aislamiento y de confrontación
que las favorecen, a través de procedimientos
como el aprendizaje cooperativo que se describe en los
apartados 1.5 y 1.6;
2) desarrollando las habilidades de comunicación
(apartados 2.3 y 4.4)
y de resolución de conflictos (apartados 4.2,
4.3, 4.5
y 4.6), así como las habilidades
de prevención del abuso escolar (incluidas en
el apartado 3.7); 3) y creando
contextos normalizados en los que las víctimas
puedan pedir ayuda sin ser estigmatizadas por ello,
como las asambleas de aula que se describen en el apartado
5.2.
La relación entre la escuela
y la familia
La mayoría
de las investigaciones que se han realizado sobre las
características del mesosistema de los niños
que influyen en el riesgo de violencia se han concentrado
en el estudio de la vida familiar y su entorno, encontrando
como principal condición de riesgo que aquél
suele estar aislado de otros sistemas sociales (parientes,
vecinos, amigos, asociaciones...).
La cantidad
y calidad del apoyo social del que una familia dispone
representa una de las principales condiciones que disminuyen
el riesgo de violencia, puesto que dicho apoyo puede
proporcionar: 1) ayuda para resolver los problemas;
2) acceso a información precisa sobre otras formas
de resolver los problemas; 3) y oportunidades de mejorar
la autoestima.
A partir
de lo expuesto en los dos párrafos anteriores
se deduce que la lucha contra la exclusión a
la que están sometidas algunas familias debe
ser considerada como un principio básico de prevención
de la violencia.
Conviene
tener en cuenta, por otra parte, como se reconoce desde
el enfoque ecológico, que el potencial evolutivo
de los diversos contextos que forman parte del mesosistema
de los niños aumenta cuando existe comunicación
entre ellos.
De acuerdo
al principio básico planteado por el enfoque
ecológico, una importante línea de actuación
para mejorar la eficacia de la educación en la
prevención de la violencia es estimular una comunicación
positiva entre la escuela y la familia, comunicación
que resulta especialmente necesaria para los niños
con más dificultades de adaptación al
sistema escolar y/o con más riesgo de violencia.
Cabe temer, sin embargo, que las razones que subyacen
al aislamiento que suele caracterizar a sus familias
dificulten también la relación entre dichas
familias y el sistema escolar. Las investigaciones hemos
realizado recientemente, en este sentido, sugieren la
necesidad y posibilidad de desarrollar nuevos esquemas
de colaboración con dichas familias (respetando
el papel de cada agente educativo y evitando el paternalismo
y la estigmatización...) para que esta comunicación
resulte eficaz. (Díaz-Aguado, Dir., 2001).
El papel de los medios de comunicación
Los medios
de comunicación nos ponen en contacto casi permanente
con la violencia, con la que existe en nuestra sociedad
y con la que se crea de forma imaginaria. Probablemente
por eso son considerados con frecuencia como una de
las principales causas que origina la violencia en los
niños y en los jóvenes. Los estudios científicos
realizados en torno a este tema permiten extraer, en
este sentido, las siguientes conclusiones:
1.-Los comportamientos
y actitudes que los niños observan en la televisión,
tanto de tipo positivo (la solidaridad , la tolerancia...)
como de tipo negativo (la violencia...), influyen en
los comportamientos que manifiestan inmediatamente después.
En los que se detecta una tendencia significativa a
imitar lo que acaban de ver en la televisión.
De lo cual se derivan dos importantes conclusiones:
1) la necesidad, ampliamente reconocida, de proteger
a los niños de la violencia destructiva a la
que con frecuencia están expuestos a través
de la televisión; 2) así como la posibilidad
y conveniencia de utilizar la tecnología de la
televisión con carácter educativo, para
prevenir la violencia.
2) La influencia de la
televisión a largo plazo depende del resto de
las relaciones que el niño establece; a partir
de las cuales interpreta todo lo que le rodea, incluyendo
lo que ve en la televisión. En función
de dichas relaciones algunos niños y adolescentes
son mucho más vulnerables a los efectos de la
violencia televisiva que otros.
3) La repetida
exposición a la violencia a través de
los medios de comunicación puede producir cierta
habituación, con el consiguiente riesgo que de
ello se deriva de considerar la violencia como algo
normal, inevitable; reduciendo la empatía con
las víctimas de la violencia. Para favorecer
la superación de esta tendencia conviene promover
en los niños y en los jóvenes una actitud
reflexiva y crítica respecto a la violencia que
les rodea, también la que les llega a través
de la televisión.
4) La incorporación
de la tecnología audiovisual (televisión,
cine, vídeo....) al aula de clase puede ser de
gran utilidad como instrumento educativo para prevenir
la violencia, proporcionando un excelente complemento
de otros instrumentos (los textos, las explicaciones
del profesor). Entre las ventajas que los documentos
audiovisuales adecuadamente seleccionados pueden tener,
como complemento de otras herramientas más utilizadas,
cabe destacar que aquellos: favorecen un procesamiento
más profundo de la información; logran
un mayor impacto emocional; son más fáciles
de compartir por el conjunto de la clase; y llegan incluso
a los alumnos con dificultades para atender a otros
tipos de información, entre los que suelen encontrarse
los alumnos con mayor riesgo de violencia (que no suelen
leer ni atender a las explicaciones del profesor). En
los apartados 4.4, 3.3,
3.4, 3.5
y 3.6, se incluyen diversas actividades
y materiales audiovisuales de gran eficacia en este
sentido.
El macrosistema social. Creencias
y actitudes que contribuyen a la violencia
Conviene
tener en cuenta, por otra parte, que determinadas actitudes
y creencias existentes en nuestra sociedad hacia la
violencia y hacia los diversos papeles y relaciones
sociales en cuyo contexto se produce (hombre, mujer,
hijo, autoridad, o personas que se perciben como diferentes
o en situación de debilidad, ...) ejercen una
decisiva influencia en los comportamientos violentos.
De lo cual se deriva la necesidad de estimular cambios
que favorezcan la superación de dichas actitudes;
entre los que cabe destacar, por ejemplo:
1) La crítica
de la violencia en todas sus manifestaciones y el desarrollo
de condiciones que permitan expresarse y resolver conflictos
sin recurrir a ella. Extendiendo dicha crítica
al castigo físico, como una de las principales
causas que origina la violencia, y sensibilizando sobre
el valor de la comunicación como alternativa
educativa.
2) La conceptualización
de la violencia como un problema que nos afecta a todos,
y contra el cual todos podemos y debemos luchar. Y la
sensibilización sobre los efectos negativos que
tiene la violencia no sólo para la víctima
sino también para quién la ejerce, al
deteriorar las relaciones y el contexto en el que se
produce.
3) La comprensión
del proceso por el cual la violencia genera más
violencia así como de la complejidad de las causas
que la originan; y la superación del error que
supone atribuir la violencia a una única causa
(la biología, la televisión...); causa
que suele utilizarse como chivo expiatorio, excluyendo
a quién realiza dicha atribución de la
responsabilidad y posible solución al problema.
4) El desarrollo
de la tolerancia como un requisito imprescindible del
respeto a los derechos humanos, y la sensibilización
de la necesidad de proteger especialmente, en este sentido,
a las personas que se perciben diferentes o en situación
de debilidad, situación en la que todos podemos
encontrarnos.
5) La superación
de los estereotipos sexistas, y especialmente de la
asociación de la violencia con valores masculinos
y la sumisión e indefensión con valores
femeninos.
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